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LAS VERTIENTES DEL DOLOR


(...) El dolor es sacralidad salvaje. ¿Por qué sacralidad? Porque forzando al individuo a la

prueba de la trascendencia, lo proyecta fuera de sí mismo, le revela recursos en su interior cuya propia existencia ignoraba. Y salvaje, porque lo hace quebrando su identidad. No le deja elección, es la prueba de fuego donde el riesgo de quemadura es grande. (...)


DAVID LE BRETON - Antropología del dolor (1995)


¿Qué hacemos cuando nos duele la cabeza, tenemos un dolor muscular o un malestar estomacal? ¿Qué opciones nos ofrece el sistema para tratarnos? ¿Qué prácticas nos animamos a atravesar? Pero en cambio, si nuestro malestar no es sólo físico, ¿a qué se lo adjudicamos? Entonces, ¿A qué llamamos dolor?


Si bien hay autores que diferencian el dolor físico del psíquico, es imposible no pensarlo de forma conjunta pues lo humano es una conformación de ambos campos. Freud proponía que el dolor puede ser considerado como un cuantum de excitación que inunda el aparato psíquico, produciendo el fracaso de todo mecanismo o dispositivo, o barreras anti -estímulo que regulan esta emoción.

Es decir, el dolor irrumpe rompiendo la temporalidad, generando un presente continuo, sin posibilidad alguna de visualizar un horizonte que ponga fin a esta emoción. Este dolor diluye el devenir, anulando la posibilidad de procesos y generando la sensación de un interminable haciendo que todo en ese instante vuelva al mismo lugar, asoman frente a nosotros melodías de eternidad: “Todo dura un instante, para toda la vida” .

El dolor crónico, a diferencia del dolor agudo, se desplaza en el tiempo, volviéndose continuo acompañando al ser en el paso de sus horas y días casi de forma fantasmal.

Pero en definitiva, el dolor rompe con los pensamientos deteniendo las asociaciones y sobrepasando lo intrahumano. Lo más llamativo es que quita el espacio a la capacidad de representación por la palabra.

Es por esto que el trabajo con el dolor será volver a armar posibles puentes entre el sufriente y una posibilidad simbólica que recubra lo indecible o innombrable.

Al mismo tiempo, no podemos dejar de situar al dolor como estructural en la constitución del humano. Pues en el primer encuentro con la vida, el ser humano queda arrojado fuera del espacio intrauterino mediante ese pasaje llamado nacimiento. Esta primera expulsión, es indudablemente con dolor pues implica salir del vientre materno en el que durante varios meses existe la mayor contención y cercanía entre los cuerpos. Este calor simbiótico sumado al ritmo de los latidos conforman el universo primero de este ser, que al ser arrojado al mundo se le revela ante sí su primer encuentro con el dolor. Se constituye así, tal vez la primera separación dolorosa para el niño o la niña y del mismo modo para la madre.

Por otra parte, en el plano simbólico, el dolor es nombrado en los textos bíblicos en los pasajes vinculado al destierro del paraíso, donde a la mujer y al hombre se los envía directamente a un mundo sufriente (...) “ Multiplicaré en gran manera tu dolor en el parto y tus preñeces, con dolor darás a luz a los hijos.. y al hombre le garantizo Ganarás el pan con el sudor de tu frente” (...) . Este presagio anuncia tanto el dolor al humano por existir y el encuentro del ser con la culpa.


Estos pasajes, colaboran al tema que nos interesa abordar hoy dado que nuestra relación como sujetos con el dolor suele considerarse como una experiencia penosa, colmada de angustia y displacer intenso que afecta el cuerpo, al alma y a la existencia humana en general. Pero, ¿existen otras formas de transitarlo?

Casi como un hábito ancestral, los seres humanos frente al dolor manifiestan rechazo, fuertes deseos de extinguir de su ser y si eso no surge efecto, se pasará al plano de la dominación y control o como última instancia, reprimir o negar lo que se padece.


Si tomamos en cuenta las últimas estadísticas realizadas por diversas organizaciones farmacéuticas sobre el uso de psicofármacos, nos indican que cada vez más personas los utilizan con diferentes fines: dormir, despertar, calmar nervios o disminuir la ansiedad. Observamos entonces, que el aumento de consumo de estos químicos propone una solución inmediata que evita el encuentro con el dolor, ese acontecimiento que ingresa en los intersticios de nuestra oscuridad, echando hasta el momento ciertas sombras.


En Occidente gran parte de la vida en sociedad está guiada y controlada por la ciencia, sobre todo por la ciencia médica. Ésta suele ocupar un lugar hegemónico dentro de los saberes armándose como un discurso único y universal que, acompañada de la figura del médico cobrarán prioridad sobre otras ciencias y saberes. El médico ocupará un rol cada vez más fuerte de intermediario entre el paciente y la industria farmacéutica. Tanto paciente como médico, constituyen diversas concepciones del mundo en donde se intenta establecer un acuerdo entre las partes para hacer entrar las dolencias en una categoría de pensamiento. De esta forma, se le otorga al médico un poder que si lo ejerce, se transforma en verdad única.

Pero si quedamos atravesados solo por el discurso científico médico occidental, corremos el riesgo de perder otros saberes que tienen tanto un conocimiento del dolor como de lo humano y sobre todo de la relación del sujeto con la Naturaleza.

Afortunadamente, hoy en día en algunos lugares de Latinoamérica y específicamente en Argentina, existen otras puertas de entrada que permiten revisar la relación de la salud y la relación del humano con el dolor, porque permiten ubicar al sujeto como una unidad, no aislada de la naturaleza y la cultura. Fundadas en medicinas milenarias, sosteniendo que lo natural es más beneficioso y saludable que muchísimas combinaciones químicas o sintéticas.


Es así como en Aluminé, provincia de Neuquén, comienza a funcionar el primer Hospital Intercultural Ranguiñ Kien “El sol tiene que dar vida”, que conjuga la medicina pública tradicional con la Medicina Mapuche. A través de un trabajo conjunto que llevan hace 15 años la biomedicina y la medicina Mapuche, cada una con sus valores y sus técnicas, quedando ambas al servicio de las comunidades.

También los médicos consultan a la Machi, figura fundamental dentro de estas comunidades dado que orienta las ceremonias curativas Mapuche. El principal rol de la Machi (Chamán en la cultura del pueblo Mapuche ) es la curación de las dolencias, tanto los males físicos como los que se consideran derivados de la acción de las fuerzas espirituales. Las curaciones orales junto con el trabajo de la escucha atenta y la combinación de medicinas a bases plantas, localizan sus propiedades utilizándose para cada dolencia humana.

Sostienen que la medicina tiene que ser apropiada a cada cultura y tiene que haber disponibilidad, dado que la Naturaleza está allí para las personas , y si uno la cuida, la Naturaleza también lo hace con uno.

Todo proceso de enfermedad está íntimamente relacionado con la cultura, revelando la importancia de afirmaciones como “ Las personas enferman de lo que creen”. Para los que sostienen estos conceptos en relación a la salud formulan fuertemente que la medicina es para compartirla, entre los seres, no para tener un sistema de patentes y generar un producto.

Sin duda, esta gran experiencia comunitaria entre las culturas nos indica que es posible apostar a una concepción más amplia del tratamiento del dolor dado que también desde esta perspectiva, podemos considerarlo como un constructo colectivo.

Bajo la fuerte afirmación “Enfermamos de lo que creemos” proponemos desde aquí, ubicar la función del dolor en lo humano como un pasaje hacia el encuentro con esa emoción. Porque una vez registrado y localizado el dolor, podemos medirlo, darle un tiempo de duración, una anticipación y así existe la posibilidad de soportarlo porque sabemos que tiene un tiempo o una fecha límite Desde ese lugar, podemos - o creemos- manejarlo y controlarlo. Sin embargo, cuando el dolor tiene nombre, es más sencillo historizar porque habilitamos el armado de un relato cargado de significantes, recuerdos imágenes y sentidos enmarañados y evitamos que éste arrase con nuestro ser y permitiéndonos unsaber hacer con el dolor.

Solo de esta forma podemos proponer al dolor como subjetivable, es decir, como lo más singular del sujeto ya que solo el humano puede dar cuenta de su dolor a su forma, con su decir, su expresión e incluso con sus rasgos más particulares.

Sin embargo, como una entre varias posibilidades, está la palabra la cual permite darle forma, fecha, color, paisajes, melodías y olores para así armar una trama junto al dolor dándole paso en nuestro relato cotidiano. Esto nos permite otorgarle un manto simbólico que permita comprenderlo.

Junto con la palabra, es posible ubicar algunos ritos de iniciación que en diferentes culturas simbolizan la transición de una etapa de la vida a otra. Aquí, la instancia del dolor queda impregnada como un requisito necesario. El Pueblo de Kaningara, en el norte de Papúa Nueva Guinea le otorga gran importancia a los reptiles que habitan sus ríos, considerando que son figuras sagradas y divinas, por lo que el rito de iniciación en esta cultura como pasaje a la edad adulta está sostenido en el deseo de parecerse a un cocodrilo.

Este ritual es sumamente doloroso y sangriento, pues consiste en que un miembro masculino de su propio clan le realice cortes por todo el cuerpo al iniciado. Los cortes deben dejar cicatrices que coincidan con los patrones de escamas de los reptiles. De esta manera, se demuestra a la comunidad la valentía, la fuerza y la soportabilidad a grados extremos de dolor que el iniciado presenta para ocupar el lugar de un verdadero hombre “hombres cocodrilos”.


Frente a estas prácticas que vinculan aspectos esenciales en casi todas las sociedades, donde los pasajes de la vida infante hacia la adolescencia suelen cobrar importancia, nos preguntamos porque el dolor funciona como una condición en los rituales. El dolor en el ser humano produce metamorfosis, modificando y trastocando sus fibras internas. Sin embargo, luego de este tránsito junto con la significancia, los valores transmitidos y sus marcas simbólicas, los sujetos no son los mismos pues cava una marca psíquica imborrable que lo confronta con su existencia. Y en ese mismo instante, le ofrece la posibilidad de un nuevo sentido al ser, dejando una huella que lo reinscribee en la comunidad con los efectos más fuertes de pertenencia.


Por tanto, es propio del ser humano perdernos frente al dolor, y hasta permitirnos estremecer nuestro cuerpo frente al dolor ajeno, porque es a partir de esa desgracia -u oportunidad- que se transita un rito único que lo renueva.



Erika Diaz Zahn- Estudiante de Ciencias Antropológicas en la Facultad de Filosofía y Letras, UBA- Argentina. Se desempeña como docente de escuela secundaria y forma parte de Antropolúdica, equipo interdisciplinario que aborda la comunicación científica en diálogo con lenguajes artísticos. Es integrante del Colectivo Pukllay.


Susana Botana -Psicoanalista- Lic. en Psicología, Graduada en la Facultad de Psicología, UBA- Argentina.

Especialista en el Área Clínica de Adultos y Adolescentes.

Miembro y participante de la Red de Atención Psicoanalítica “La- Naranja- No- Toda”

Estudiante de Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras, UBA - Argentina







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