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La Ceguera by Gimena Nikonowiez

Recién a las tres de la tarde pude irme del trabajo a los apurones. Tenía pensado llegar al seminario que Inés Dante dictaba a las cuatro en la Facultad de Filosofía y Letras. Corrí el colectivo 78 y no lo alcancé, el siguiente tardó una eternidad en venir. Para mi asombro, me pude sentar, viaje corto suficiente para releer una página más de Hegel. El ruido del motor aturde, la carrocería es vieja y en cada pozo un salto en el asiento. Mi vista no deja de seguir lo escrito a pesar del movimiento, solo detengo la lectura para pensar que voy a llegar tarde a la clase. Inés Dante es de esas profesoras deslumbrantes que te sumergen literalmente en el mundo del filósofo durante la hora y media que dura su clase. Con ella mi pensamiento viaja hasta el pensamiento hegeliano. Suficiente para ser feliz. Veo por la ventanilla la esquina de Lacroze y Corrientes. Justo cuando el colectivo agarra un bache grande se me cae el libro y como puedo, medio colgando del pasamanos, agarro mi cartera, el libro y bajo. Logro arremangarme y ver la hora: las cuatro menos cuarto y aún me queda tomar el 42. No voy a llegar, trato de consolarme, al menos asistiré. Camino por la avenida Guzmán, que divide la terminal del ferrocarril Urquiza y el cementerio de la Chacarita. Es un hormiguero de gente que corre a tomar el tren entre los vendedores ambulantes de comida y los colores de los puestos de flores del cementerio. En la esquina está la pizzería “El Imperio”, la mejor fugazzeta rellena empieza a tentarme, pero no. Me impongo y conservo mi ruta hacia el 42.

El semáforo está en rojo para cruzar Avenida Lacroze. Protesto en voz baja, demasiado largo el tiempo de espera para el peatón. La hora me apremia. Veo a la izquierda, entre la gente, a un hombre cincuentón con chaqueta verde y un bastón blanco. Cambia el semáforo. Nadie ayuda a guiar al ciego, no les importa. Resignada a no llegar regreso al cordón desde el centro de la avenida. El ciego parece que estuviera mirando mi pantalón ajustado o tal vez la obra hegeliana que llevo debajo del brazo, es ridículo. Rápidamente desestimo esa sensación. Lo tomo del brazo para bajarlo del cordón, él ofrece cierta resistencia. Supongo que en su ceguera se preguntará adónde lo estoy llevando. Me viene a la mente el “Informe sobre Ciegos” de Sábato ¿Cómo nadie puede escapar a su propia fatalidad?

Intento tranquilizar al ciego indefenso diciéndole que estamos cruzando Federico Lacroze. Acá nadie mira a nadie o todos ven sin mirar, no sé. El paso del ciego es lento, sigue ofreciendo resistencia al caminar, calculo que llegaremos a la vereda de enfrente antes de que corte el semáforo. Empiezo a aceptar que voy a llegar tarde a mi clase. Una moto acelera y pasa el semáforo en rojo –qué tarado-, intempestivamente freno mi andar y el del ciego deteniéndolo con mi brazo. Insulto al motociclista. Le digo al ciego que casi nos atropella una moto y me disculpo porque no me supe controlar. Me pregunto si además de ciego será mudo y continuamos caminando a paso corto. ¿Cómo empezará la clase de Inés Dante? Tendré que resignarme a perder al menos veinte minutos de la clase. Qué lentitud en este hombre, parece de noventa. Reconozco que la parsimonia del ciego me enoja, hay que ser ciego, mudo y además malo para caminar tan despacio. Toda percepción sensible puede engañar ¿Se lentifica adrede porque sabe que estoy apurada? Sino no se explica su paso de tortuga. Guardo la queja porque es un ciego y lo primero son los modales. A cada instante creo que voy a llegar más tarde, empiezo a enfurecerme, a enojarme por mi tardanza y este maldito me viene como anillo al dedo. No debo, qué culpa tiene el ciego de mis tiempos, mejor relajarme. El cordón está más o menos a cinco pasos, el ciego se detiene y yo le digo enérgicamente lo que no quería decirle: vamos, apure la marcha por favor. A pesar de su inercia por quedarse en el lugar, veo que el semáforo titila en rojo y tironeo con la fuerza suficiente hasta que retoma su paso. Si usted no camina más rápido nos pasan por encima. Pienso que estoy siendo brusca con él.

Por fin el cordón. Ambos subimos a la vereda de “El Imperio”, huelo el aroma de la pizzería. Mientras intento desarmar el enlace entre su brazo y el mío, el ciego no me suelta y me pide que lo mire. Creo que no escuché bien, le digo que lo repita. Pero es así, reitera que lo mire. El ciego insiste en que lo mire y a pesar de lo siniestro que me resulta, le hago caso. Levanto la vista, él alza su bastón a la altura de mis ojos y se burla a carcajadas cuando ve que me percato de que es un tubo de vidrio esmerilado. Un tubo fluorescente no es un bastón blanco ¿Y ahora dónde me vas a llevar? dice. Mirá bien porque toda percepción sensible puede engañar.


-Gimena Nikonowiez

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