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El Techista by Gimena Nikonowiez

Tras las piedras que cayeron el lunes, mi mama me dijo andá a la casa del techista a ver cuando me trae el presupuesto, y de paso pasá por lo de Doña Tona, traé medio de figacitas. Mientras me ponía la campera para hacer el mandado me dijo volvé rápido y no te alejes. Pasé por la panadería primero, además del pan gasté medio austral en confites de colores para el camino. En la esquina me crucé con el Docer, me invitó a patear un rato la pelota, lo habían dejado de lado los chicos del barrio porque era lento para correr, en verdad era lento para todo. Fuimos a patear un rato, dejé la bolsas sobre el tapial, armamos dos arcos con adoquines en el baldío y empezamos a jugar. Los dos éramos malos con la pelota, él porque de tan gordo no podía ni correr y yo porque mis piernas eran tan flacas que no tenían fuerza. Le metí un golazo porque el Docer se tiró para el lado contrario a la pelota, luego él me metió otro gol porque mis piernas se enredaron y me caí. Desempatamos y me voy, le dije, mi mamá necesita el pan para el almuerzo. Tiró y la atajé, patié y fue al córner, tiró, patié, tiró y patié y ninguno metía el gol. Me di cuenta que se hacía tarde, el techista dormía la siesta temprano. Le pedí al Docer que me acompañara hasta la casa del techista pero no quiso saber nada, le tenía miedo a esa casa antigua cargada de plantas que de tan enormes no dejaban crecer el pasto. Me fui y Docer se quedó solo pateando contra el paredón.

El techista era un tipo jodido. Tratábamos de no jugar a la pelota frente a su casa porque salía con la ojota en la mano si era el horario de la siesta y teníamos que correr y buscar otro lugar, cuando la pelota caía adentro de su casa salía con un cuchillo, la pinchaba, la tiraba al costado del jardín y ni siquiera nos devolvía el cuero para rellenarlo con otra cámara. Con cuántas pelotas de trapo tuvimos que jugar, hasta que alguno llenaba el álbum de figuritas y se lo cambiaba al quiosquero por una pelota de cuero nueva.

Al llegar a la esquina, vi que su cuadra estaba llena de autos, había gente que entraba y salía de la casa. No podía tener tanta mala suerte, seguro que era su cumpleaños o el de la mujer. Por un momento pensé en dar la vuelta y volver a casa pero no me animé porque con todo lo que había tardado mi mamá me iba a castigar si no llevaba la bolsa de pan y una respuesta del techista; podía inventarle que el techista pasaría mañana pero si no venía, a la larga se daría cuenta de mi mentira. Llegué hasta la puerta de calle, estaba abierta de para en par, con su alambre roto y caída para un costado. Me animé y entré al jardín delantero que era el más ancho de toda la cuadra, el matorral sólo dejaba pasar por el camino de laja que iba de la vereda hasta la casa. Se ve que alguna vez hubo otro camino, uno ancho que iba hasta el garaje pero ahora lo ocupaba un Chevy despintado dorado tapado por las plantas. Mientras caminaba entre sombras sentía una sensación de ahogo, esquivaba las ramas que me encerraban y me asustaba cuando alguna se enredaba en mi pelo. Ya en el porche, la enorme puerta abierta me dejaba ver que había mucha gente en el living. Volví a pensar en irme sin la respuesta, en ese momento más que miedo sentía vergüenza de atravesar la sala buscando al techista delante de toda esa gente. Además ¿si se enojaba por molestarlo en su cumpleaños? ¿si se enojaba porque aún no había preparado el presupuesto? ¿si era rencoroso y se acordaba de mis gritos jugando a la pelota en el frente de su casa a la hora de la siesta? ¿si me paraba alguna de esas viejas porque se daba cuenta que yo no era un invitado? Mejor iría por la puerta de atrás que seguro daba a la cocina y el techista estaría cocinando para toda esta gente. Caminé por el pasillo descubierto del costado de la casa, salvando con mis brazos las ramas de las enredaderas que colgaban casi hasta el piso. Por la mitad me encontré con la parva de pelotas pinchadas, con el cuero ya podrido por la lluvia y la sombra. Juro que lo odié, maldito asesino de pelotas, quise que lo lleve la muerte hasta el infierno. Se merece lo peor pensé mientras apretaba los dientes. El enojo me hizo olvidar de la vergüenza y del miedo, le pediría el presupuesto y me iría corriendo hasta mi casa. Llegué a la puerta mosquitero de la cocina, la abrí y luego la puerta de metal oxidada hizo un ruido que el murmullo de los invitados tapó. En la cocina no había nadie, una cafetera largaba vapor y olor a café quemado. La mesada estaba tapada por pocillos de café y en la mesa, junto a un par de anteojos, el atado de Chesterfield y el encendedor dorado del techista. Salí de la cocina, vi una mujer que esperaba apoyada en el marco de la puerta del baño. Cuando llegué al living, había gente conversando en voz baja, algunos parados y otros sentados. La mesa del comedor estaba en una esquina, habían puesto en el centro de la habitación otra mesa pero sin nada, solamente con un mantel de puntillas que colgaba por los costados. Era rara esa mesa ahí en el medio y nadie sentado alrededor. No había comida ni vasos. No entendí por qué estaba la gente parada y algunas mujeres sentadas por grupo. Un par de chicos pasaron corriendo por la mitad de la habitación, una señora de rodete les pidió silencio. De pronto la vi a Doña Chola, la modista del barrio, sentadita sola en un rincón. Pensé en pedirle ayuda para buscar al techista pero no me serviría porque Doña Chola siempre fue sordomuda. No sé si por hambre o por curiosidad, tuve ganas de acercarme para ver mejor la mesa. Posiblemente ya habían comido y sólo quedaban los platos vacíos aunque quizás podría encontrar algún sándwich de miga, era el momento oportuno para agarrarlo porque nadie reparaba en mi presencia y mi panza hacía ruido por el hambre. Empecé a caminar hacia la mesa, mirando de reojo a los demás para saber si me veían o no; la mano que llevaba la bolsa de pan y la de confites me empezó a transpirar, tuve miedo de que descubriesen mi intención de robar un sándwichito. A cada paso miraba de reojo y parecían una fotografía, ellos inmóviles y yo seguía avanzando. Al llegar a esa mesa con manijas de metal, sin siquiera tocarla, me puse en puntas de pie para asomarme. ¡El techista! Allí adentro estaba el techista, quieto, con sus ojos cerrados, la sábana blanca como su pálida cara. Me acordé de las pelotas pinchadas del pasillo, de mis malos pensamientos, de cuando nos corría con la ojota en la mano y pensé que podríamos jugar a la pelota en la puerta de su casa, que las tejas quedarían rotas, que nunca antes había visto un muerto, que todos nos dirigimos hacia la muerte desde el día en que nacemos. Sobre sus manos cruzadas dejé la bolsa de pan y la de confites. También despacio salí de la casa, esta vez por la puerta de adelante. Por el camino decidí decirle a mi mamá que la panadería de Doña Tona estaba cerrada por duelo y que busque otro techista porque éste ya no vivía en esa casa.


Gimena Nikonowiez

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